El relato de una peligrosa experiencia en una estación biológica del Manu
Diego Rázuri y Marcos López
Diego es antropólogo de la PUCP e investigador del Centro Bartolomé de las Casas. Está abocado a los estudios de la Amazonía indígena. Marcos también estudió Antropología en la PUCP y es magíster en Etnología y Antropología social por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia).
Apenas dos días antes de nuestra partida de la estación biológica de Cocha Cashu, la cocha tuvo un cambio asombroso. El agua, que en días previos reflejaba un tono amarillo verdoso, fue invadida por una extensa franja marrón que se desplegaba por toda la superficie, tiñéndola hasta volverla marrón por completo. Este fenómeno, suscitado por las aguas del río Manu que fluían hacia ella, depositaba nutrientes y revitalizaba la cocha. Sin embargo, la metamorfosis no se limitó al color; también se manifestó en el ascenso del nivel del agua. Relatos de aquellos que habían cohabitado con la laguna durante décadas revelaron que este acontecimiento —una rareza que se presentaba una vez cada siete o diez años— se nos ofrecía, afortunadamente, durante la primera visita de varios del equipo.
El cambio de la cocha no impidió que los investigadores y los estudiantes continuaran haciendo sus actividades planificadas. Algunos navegaban la laguna en busca de aves, lobos de río y caimanes. Otros realizaban transectos a fin de estimar el número de mamíferos que había en el monte. Otra parte del grupo recorría las trochas observando los árboles, las plantas y los frutos. Por último, había quienes colocaban trampas de insectos en busca de especímenes que solo pueden encontrarse en esta zona del parque nacional del Manu.
A pesar de la maravilla que esto representaba, el continuo crecimiento de la cocha sembró inquietud entre quienes no estaban familiarizados con la cautivadora dinámica de los bosques tropicales. La inquietud se apoderó de la mayoría durante la tarde del viernes 23 de febrero. Las aguas avanzaron sin cesar, alcanzando la infraestructura misma de la estación. De un lado, la cocha sumergió el pequeño puerto y avanzó aproximadamente diez metros más, llegando a tocar las escaleras de la casa principal que albergaba los vestidores. Del otro, la laguna se aproximaba peligrosamente al laboratorio, obligando a los encargados de la estación a desplazar objetos susceptibles de sufrir daños o incluso causar un cortocircuito.
Mientras esta lucha contra el agua se desarrollaba, diversos tipos de monos se desplazaban entre los árboles, adentrándose en la densidad del monte. Quizá buscaban refugio en un rincón más seguro, previendo que el río Manu seguiría aumentando su caudal. Para nosotros era un desafío imaginar cómo evolucionaría el paisaje en las próximas horas. De hecho, a pesar de la situación, el diligente y probo personal de la estación nos animaba a guardar la calma, advirtiéndonos que era muy improbable que la situación empeorase, y que, en anteriores ocasiones, la habían manejado sin mucho problema. Lo que no se esperaba era que la crecida fuera la más grande, según las declaraciones de este equipo, en los 55 años de historia de la estación biológica.
Todos los presentes, alrededor de unas 50 personas, recibimos la instrucción de desmontar las carpas y recoger todo nuestro equipaje para trasladarlo al bote. Se preveía que, al día siguiente, las trochas estarían completamente inundadas, haciendo en extremo complicado llevar nuestras pertenencias. Así, caminamos cargando todas nuestras cosas con el agua alcanzándonos las caderas, atravesando la trocha 1, que conecta el corazón de la estación con el puerto. Fuimos evacuados de las plataformas donde acampamos en parejas, dirigiéndonos a los dos únicos edificios con segundo piso, en los que pasamos nuestra última noche en la estación. Algunos optaron por resguardarse en el comedor, atentos a cualquier indicación o información que pudiera brindarse.
Con la llegada de la noche el agua ya alcanzaba la altura de las rodillas en casi todos los rincones de la estación. El simple acto de ir al baño se convirtió en una odisea, ya que este se ubicaba a cien metros de los edificios centrales. Mientras tanto, el equipo de la estación se desplazaba incansablemente, cargando un sinfín de objetos y coordinando acciones sin parar. El resto de nosotros intentaba mantener la calma con bromas y conversaciones, pero no podíamos dejar de sentirnos cautivados y ansiosos por la magnitud del fenómeno que se desplegaba a nuestro alrededor.
Durante la madrugada los planes cambiaban conforme iban ocurriendo determinados sucesos. Hacia las tres de la mañana un árbol cayó sobre “La Linda”, una de las cuatro embarcaciones que había en la estación. Una parte del equipo se subió a una canoa para inspeccionar rápidamente el estado de la nave. Por suerte, el techo era lo único que se había visto comprometido, así que todavía era posible utilizarla. Hacia las seis de la mañana se anunció que debíamos evacuar las instalaciones. El problema ahora era abandonar el lugar en poco tiempo. No solo existía el riesgo de que un árbol cayera, bloqueando la única ruta de escape; sino que la corriente de las aguas que atravesaban toda la estación podían tornarse mucho más fuertes, al punto de voltear los botes en los que se tenía previsto salir de ahí.
Entonces inició el plan de evacuación. Todos comenzamos a partir en grupos de tres. Uno de los botes tenía la capacidad para dos personas con bultos, mientras que el segundo podía llevar únicamente a una. Y había que evacuar a unas 40 personas. Se requería de una embarcación mucho más grande para conseguir salir de Cocha Cashu lo más rápido posible. Mientras todos ayudábamos, emergió de entre los árboles “La Linda”. Jonathan se encontraba delante con un machete en una mano abriendo el camino para que el bote pudiese ingresar. En la otra traía una tangana. Atrás estaba Mario, el capitán, dirigiendo la embarcación a motor. El ingreso de “La Linda” trajo alivio y celebración porque ahora era posible evacuar grupos de siete personas.
Sin embargo, salir de la estación era una tarea compleja que exigía una gran coordinación entre Jonathan y Mario. La trocha 1, la única ruta que conectaba la estación con el río Manu, estaba hecha para caminar, no para navegar. Mario ordenó a nuestro grupo subir al navío. Jonathan se colocó en su posición armado con su tangana. Entonces inició la travesía hacia los botes que nos llevarían río abajo hacia una zona más segura. El motor permitía a la embarcación avanzar a gran velocidad, pero había muchos árboles que se habían convertido en obstáculos. Jonathan no solo dirigía el camino por el que se debía avanzar, sino que utilizaba la tangana para empujar el bote cuando este chocaba contra un árbol y quedaba atorado.
Cada vez que el bote conseguía retomar el curso hacia el río existía el riesgo de que una rama impactase en la cabeza de alguien y, como si esto fuera poco, causar que las víboras cayesen en la embarcación. En ese momento muchas cosas podían salir mal. Felizmente nada de esto ocurrió en ninguno de los viajes. “La Linda” consiguió surcar las corrientes más fuertes que han atravesado la estación biológica de Cocha Cashu en sus 55 años de existencia.
Una vez que todos estuvimos a salvo, los cuatro botes salieron en dirección al puesto de control de Pakitza. Allí nos enteramos de que las comunidades nativas que se encuentran al interior del parque también habían sido afectadas por el incremento del caudal del río Manu.
En un artículo posterior discutiremos qué fue lo que ocurrió en el distrito de Boca Manu y en las comunidades matsigenkas de Tsirerishi y Tayakome.
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