¿Dónde importan las vidas de las personas negras?
El 6 de enero, todos vimos a una turba invadir el Capitolio estadounidense para protestar por el cambio de gobierno hacia una administración demócrata. Mientras aquel torrente quebraba las barreras de uno de los edificios más seguros del mundo, las redes sociales dentro y fuera de Estados Unidos se preguntaban: “¿qué hubiera pasado si los invasores fueran negros o latinos?”.
La pregunta era retórica, porque sí sabemos qué habría pasado si esa multitud, blanca en su mayoría, hubiera sido racializada como negra: la represión habría sido fuerte y las muertes, numerosas. Estas no son hipótesis abstractas, son hechos. Lo vimos en junio de 2020 con la represión a las protestas del movimiento Las Vidas de las Personas Negras Importan. Hoy iba a escribir cómo en Perú se produjeron manifestaciones de solidaridad hacia los afroamericanos durante esos días, y me provocaba señalar los retos que nos trae el lenguaje: si bien la traducción exacta de “Black” al español es “negro”, el uso de tal palabra en nuestro contexto para referirse a alguien es deshumanizante. Habría sido más coherente que habláramos de personas “negras”. Adjetivo y no sustantivo.
Pero algo terrible me desvió de mi propósito. Una noticia que no fue trending en Twitter, ni ameritó un post en Instagram, nos confronta una vez más con la dura realidad: a los peruanos nos es fácil criticar que las vidas de las personas negras no importen fuera del Perú, pero cuando las vidas de las personas negras peruanas son violentadas, ni nos enteramos.
Alonso Cienfuegos Zapata (22) falleció el 11 de enero a las 11 am. en Yapatera, Piura, mientras hacía mantenimiento a las turbinas de la empresa agroindustrial en la que trabajaba. Según declaraciones en medios locales, Alonso no estaba entrenado, ni tenía el equipo necesario para realizar ese tipo de labores. Él había sido contratado inicialmente para trabajar en computación. Amigos y familiares han denunciado la negligencia por parte de la empresa que lo contrató y el Centro de Desarrollo Étnico ha enfatizado el caso de Alonso como una muestra de la desprotección hacia los trabajadores agroindustriales afroperuanos.
En la entrada de Yapatera, a casi mil kilómetros de Lima, un letrero de bienvenida anuncia con letras cursivas: Territorio Ancestral Afroperuano. Esa es la comunidad de la que Alonso era parte. Con un importante porcentaje de población autoidentificada como negra, zamba, mulata y afroperuana, Yapatera es también escenario de injusticias hacia trabajadores de la agroindustria. En este enlace pueden encontrar una serie de artículos que detallan las terribles condiciones que afrontan trabajadores como Alonso en la región Piura. Su muerte es la expresión más radical de la explotación y marginación a la que estas comunidades son sometidas desde hace cientos de años. Y sí, gran parte de la explicación para esta muerte es el arrastre de esos siglos de desigualdad racial. A esto se suma nuestra indiferencia local, en contraste con la indignación que las redes expresan sobre los sucesos en otros países.
Hay mucho por rebanar en el debate sobre el lenguaje que usamos para referirnos a las personas descendientes de africanas y africanos trasladados forzosamente desde sus países hacia el continente americano. Sé que muchas personas quisieran encontrar una receta para ser políticamente correctas y evitar ser etiquetadas como racistas. “Pero Sharún, ¡dime! ¿Puedo usar la palabra ‘negro’ o no?”, me dicen amigos, al borde de la desesperación. No tengo una respuesta inmediata. Creo que esa pregunta es importante, pero ya no me parece urgente. Con el dolor y la impotencia por la muerte de Alonso, les invito a pensar: ¿importa si se nos llama negros, afroperuanos o afrodescendientes, si el resultado siempre es la injusticia o, incluso, la muerte?