Educación en peligro y representantes tiranos


Cuando los intereses personales y la arbitrariedad sustituyen el debate informado


Paul Barr es abogado y magíster en Ciencia Política y Gobierno por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Tiene doce años de experiencia en el sector educación, tanto en el ámbito público como privado. Ha trabajado en aspectos relacionados a la internacionalización, la investigación y la innovación.


La educación superior tiene que dar pasos agigantados en la dirección correcta si quiere mantenerse vigente en un mundo hiperconectado, rápidamente cambiante y que afronta retos urgentes como la equidad o la sostenibilidad ambiental. Hoy el Congreso actúa de espaldas a esta necesidad. La aprobación de la norma que cambia la composición del consejo directivo de la Sunedu para incluir a representantes de las universidades, a la par que elimina el rol rector del Minedu y reactiva el sistema de acreditación sin que haya pasado por un proceso de reorganización y mejora, es parte de una agenda que, lamentablemente, ya conocemos. 

Desde que existe la Ley Universitaria muchos han sido los intentos de destruir a la Sunedu.  Primero se empezó con acciones de inconstitucionalidad, hasta que el mismo Tribunal Constitucional se pronunció a favor de la Ley y de la Superintendencia.  Luego, se ha cuestionado continuamente la existencia de esta institución, mientras se ha querido impulsar la creación de universidades públicas y colegios profesionales, o declarar de interés proyectos que no provienen de un análisis concienzudo de la situación que se pretende normar, sino del capricho de una mayoría congresal. 

No es un secreto para nadie el interés que hay en que la educación superior opere sin transparencia ni supervisión. La opacidad parece ser una garantía para el cumplimiento de fines subalternos distintos a la protección del derecho a la educación de miles de jóvenes y adultos. Por un lado, están las universidades privadas que funcionaban e incluso funcionan aún como productoras en serie de profesionales que ostentan grados y títulos que no tienen sustento en sus habilidades reales. En un terreno donde los estudiantes o sus padres no saben a ciencia cierta lo poco que vale su diploma hasta que buscan trabajo o quieren generar su propio emprendimiento, operar una universidad es un negocio fácil y muy lucrativo. Una gran estafa. Por otro lado, la creación de universidades públicas es parte de la oferta populista para congraciarse con los electores. Es más fácil prometer que cumplir. Es más fácil crear una universidad que embarcarse sinceramente en la mejora de las universidades públicas existentes. 

Existen números que dan cuenta de que, a partir de la creación de la Sunedu y del rol rector del Ministerio de Educación, mejoraron la investigación y la docencia, dos de las misiones principales de la universidad. De hecho, este proceso de ordenamiento de la oferta universitaria permitió que la pandemia no nos golpee tan duro, y que la educación pueda continuar. No repetiré los argumentos que sostienen la necesidad de un organismo supervisor, junto con un Minedu comprometido con el fomento de la educación superior, porque son conocidos. Para los que hemos seguido atentamente los continuos intentos por someter a la Sunedu, nos queda claro que el debate no se ha centrado en cómo mejorar nuestra educación superior. El debate no ha atendido a las numerosas voces que, con argumentos, respaldan la existencia de una institución imparcial que vele por la calidad de la educación. La verdad es que no existe debate, sino arbitrariedad. Es la misma arbitrariedad que no escucha a las poblaciones originarias; que levanta autos en las puertas de las clínicas; que construye monumentos absurdos o que riega cemento en la ciudad que alberga a un tercio de la población y clama árboles; que quiere escribir los libros escolares con la letra de organizaciones que están en contra de algo tan necesario como la educación sexual integral. La arbitrariedad se construye sobre la base de mentiras y tiene oídos sordos.

La norma que ha aprobado el Congreso nos debe preocupar a todos. El licenciamiento que otorga la Sunedu no es un sello de calidad que se pueda usar como una certificación o un ISO, sino que es la constatación de que la institución cumple con condiciones básicas para ofrecer el servicio. El primer proceso de licenciamiento verificó aspectos tan elementales como que una universidad opere en un local exclusivamente dedicado a la enseñanza, o que cuente con profesores a tiempo completo y bibliotecas.  Aun así, un tercio de las universidades existentes, mayormente privadas, no pasó este filtro. Es sintomático del nivel que tienen las instituciones de educación superior en el país que se hagan tantísimos intentos desde diversos frentes para derrumbar una institución que establece vallas mínimas.

El escenario de cara al futuro es complicado (se podría decir, incluso desalentador). Tenemos una mayoría congresal que exhibe con desparpajo su cinismo y falta de preparación. Tenemos, además, un Ejecutivo conducido por un hijo de la “mala educación” que ha desprestigiado la palabra del maestro de una manera deplorable; y un sector Educación encabezado por alguien que piensa que un presunto plagio o, dicho de otra forma, la falta de honestidad en la labor académica no es un asunto trascendental. Lamentablemente, estas no son excepciones en nuestra clase política. En este contexto, la reforma debe continuar, a pesar de ellos. La apuesta por la mejora de la educación es algo en lo que debemos creer. Compromete el futuro de nuestros hijos e hijas, el bienestar de nuestra sociedad, y la misma supervivencia del planeta. No es una tarea fácil, pero tampoco es algo que podemos ni queremos abandonar. Declarar este compromiso con la educación y actuar de manera coherente con él es lo que toca.  

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