¿Dios ha muerto?


La necesidad de una nueva ficción creíble para nuestro país


Marcos López estudió Antropología en la PUCP y es magíster en Etnología y Antropología social por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia).


Probablemente motivada por el incremento de la pobreza en el país, la periodista Mavila Huertas salió a la calle hace unas semanas para entrevistar a personas de la clase trabajadora. En un momento conversó con Honorato Ames, un ambulante dedicado a la venta de emoliente. Interesada por la situación de su negocio, Huertas le preguntó qué le pediría al gobierno, a lo que Ames le respondió que el gobierno no escucha a la gente pobre ni siquiera cuando protesta. Ante la insistencia de la periodista, Ames le repitió que las voces del proletariado, como él mismo lo llamó, no eran escuchadas. El emolientero quería que su interlocutora comprendiera que no tenía sentido pedirle nada al gobierno porque, sencillamente, no le haría caso. Aunque la entrevista revelaba un profundo desencuentro dialógico, la periodista trató de resumir el intercambio diciendo lo siguiente: “que se haga justicia, entonces, y que el gobierno escuche a todos, ¿le parece?”. La respuesta del entrevistado, sin embargo, reveló la distancia que nos separa como país: “Ojalá que Dios escuche este mensaje”. 

La hipotética plegaria puede interpretarse de múltiples maneras, pero yo quisiera proponerles solo una en este artículo: el Estado ha dejado de ser una ficción creíble para la mayoría de peruanos porque no cumple con las funciones mínimas que estos esperan. No es necesario entrar en una discusión crítica acerca de qué es el Estado. Para ilustrar mi punto, basta simplemente con recurrir a las características que, de acuerdo a los teóricos liberales, debería desempeñar uno. En La construcción del Estado: Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI Francis Fukuyama considera que las funciones mínimas de uno fuerte institucionalmente son las siguientes: elaborar y ejecutar políticas públicas, promulgar leyes, administrar eficazmente los recursos, controlar la corrupción, mantener un alto nivel de transparencia, vigilar la seguridad interna y externa; así como asegurar el cumplimiento de las leyes.

Sin embargo, las instituciones que componen el Estado peruano parecieran no poder asegurar el cumplimiento de ese mínimo de funciones. Para empezar, resulta incapaz de garantizar la seguridad a los ciudadanos, lo que se evidencia en el incremento de la delincuencia. También existe una desconexión entre las políticas macroeconómicas y la población, pues, si bien permiten el crecimiento económico, no han logrado reducir la pobreza ni la desigualdad. Además, la corrupción se ha convertido en un problema agudísimo: por un lado, funcionarios de alto nivel están siendo investigados por el Ministerio Público y, por el otro, los congresistas han conseguido otorgarse a sí mismos bonos en un contexto de incremento de la pobreza sin que el Ministerio de Economía y Finanzas hiciese ―o pudiese hacer― nada para impedirlo. Incluso el último reporte del Índice de Percepción de la Corrupción revela que el Perú ha bajado 20 puestos en el ranking mundial, es decir, el Estado peruano es percibido por sus ciudadanos como una institución cada vez más corrupta. Dado que pareciera no poder mantener la seguridad interna, implementar políticas que contribuyan al bienestar de las personas y combatir la corrupción, no debería sorprendernos que los peruanos tengan más esperanzas en ser escuchados por Dios que por su propio gobierno. 

En La ilegitimidad del poder político en el Perú, un libro reciente del IEP publicado por Diego Sánchez y Jorge Aragón, se discute la ilegitimidad del Estado a partir de entrevistas realizadas a peruanos y peruanas procedentes de diferentes partes del país y de un nivel socioeconómico heterogéneo. Me interesa resaltar uno de los resultados del texto: la tensión entre el Estado imaginado por sus entrevistados y su percepción del Estado peruano.

De acuerdo con los autores, los entrevistados consideran que el Estado debería dictar normas para evitar el anarquismo o el desorden, proteger a sus ciudadanos y crear las condiciones para que los gobernados puedan salir adelante. Sin embargo, las personas piensan que el Estado peruano no cumple con estas funciones. Para los miembros de los sectores socioeconómicos más bajos, este emerge como una organización cuya existencia es más perjudicial que positiva, pues cuando ellos tratan de “salir adelante” la policía y los fiscalizadores municipales les impiden trabajar de manera ambulatoria. Pero si los sectores más desfavorecidos viven en carne propia el ejercicio de la injusticia, los entrevistados perciben que esto no aplica para los más acaudalados. El Estado es reconocido como una organización incapaz de sancionar a las personas con dinero, pues ellas tienen los recursos suficientes para corromper a los funcionarios y conseguir salir impunes. Por último, el Estado es visto como incapaz de garantizar el bienestar de los ciudadanos y, muchas veces, son estos mismos quienes tienen que organizarse para conseguir seguridad en sus barrios, limpieza pública, servicios básicos, etc. Una forma de interpretar los resultados es que el Estado está dejando de ser una ficción creíble para sus ciudadanos porque no puede garantizar las funciones mínimas que estos esperan de la institución. 

En La gaya ciencia Nietzsche escribió lo siguiente: “Dios ha muerto, pero los hombres son de tal naturaleza que, tal vez durante milenios, habrá cuevas donde seguirá proyectándose su sombra”. La metáfora de la muerte de Dios hace referencia a que este deja de ser una ficción creíble, pero se trata de un proceso tan doloroso que las personas buscan nuevos ídolos a los cuales aferrarse, ya sea para culpar a alguien de lo que les ocurre en la vida o en búsqueda de un elemento espiritual que les permita mantener la esperanza de un mejor futuro. Nietzsche, por ejemplo, se refiere al Estado como el último ídolo. Así que, de manera similar, cuando el Estado es incapaz de cumplir con sus funciones básicas deja de ser una ficción creíble para sus ciudadanos, lo que se puede evidenciar en una pérdida de legitimidad. 

En un país profundamente religioso como el peruano, no debería sorprendernos que coexistan por un lado Dios y, por el otro, el Estado. Sin embargo, debería preocuparnos que este deje de ser una ficción creíble y que los ciudadanos parecieran confiar su destino y su futuro en Dios. Quizá deberíamos preguntarnos quién contribuye más al bienestar de los peruanos, Dios ―a través de las ayudas sociales financiadas por la Iglesia―; o un Estado que pareciera conducirlos al empobrecimiento. La respuesta del trabajador a la periodista es bastante lógica: agotados todos los medios para que su voz sea escuchada por el Estado, Dios emerge como el último refugio, el único interlocutor legítimo. Dios no ha muerto porque, como dijo Marx, “la religión es el significado real del mundo sin corazón” y “de un Estado que tiene necesidad de las ilusiones”. Es difícil buscar como interlocutor a un Estado que da la impresión de hacer uso de una ignorancia deliberada y no querer entender lo que le comunican sus ciudadanos. Si Dios pareciera haberse convertido en el único ídolo capaz de escuchar a las poblaciones pobres, es necesario que reimaginemos y transformemos el Estado peruano para que, además de atender las demandas de la ciudadanía, contribuya a su bienestar. 


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1 comentario

  1. Juan Garcia

    Muy buen comentario, lo felicito. Dios parece mas cerca de los peruanos que su propio Estado, un Estado que solamente «aparece» bajo variadas formas (un municipio, una comisaría, un ente inspectivo, un hospital) para imponer trabas, atar la autonomía de las personas, y pedir coimas, pero que presta servicios de pésima calidad o simplemente no los presta… salvo si está ante peruanos con poder/fama/influencias para quienes los trámites siempre se agilizan (o de frente desaparecen) y sus exigencias de seguridad policial se atienden velozmente.

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