La constatación en directo de que la violencia está derrumbando a nuestra democracia
Hace cerca de veinte años, al volver a casa del trabajo, la madre de mis hijas me contó una anécdota relacionada con la más pequeñita. Ella conducía su camioneta mientras nuestra hija iba sentada en el asiento trasero, cuando se detuvieron ante un semáforo y, como suele ocurrir en casi cualquier metrópoli latinoamericana, un niño se acercó a ofrecer golosinas. Aparentemente, esa imagen destapó una gran inquietud en Malú.
—Mami, ¿porqué todas las personas negritas… menos mi papá… son pobres?
Recuerdo recordar que me hizo gracia que mi hijita pudiera catalogar así a su padre, aunque, pensándolo bien, no era necesario ser muy observador para captar la diferencia de piel entre yo y su madre rubia. Pero luego, con los años, esa frase —en apariencia inofensiva— me ha perseguido con resonancia: sin proponérselo, mi hijita había formulado una pregunta que ha estimulado el nacimiento de carreras, tesis y publicaciones sobre la desigualdad de nuestras sociedades.
Si he recordado esta vieja pregunta es porque ayer sentí que mi hija volvía a hacerla desde el asiento trasero, solo que esta vez era yo quien conducía una camioneta. Me encontraba volviendo a Lima con mi novia, cuando notamos que el tráfico se tornaba denso antes de la garita de Pucusana. Al llegar al centro del embudo, constatamos que un gran operativo policial se estaba encargando de revisar los vehículos que se dirigían a la capital.
—¿Cuándo es la marcha a Lima? —se me escapó el pensamiento.
Me refería a la denominada “Tercera Toma de Lima”, secuela de las manifestaciones que congregaron a peruanos de otras regiones para exigir que el gobierno de Dina Boluarte convoque a nuevas elecciones, entre otras peticiones.
—Creo que la próxima semana —me respondió mi novia.
Los policías revisaban buses, microbuses y combis, y, por supuesto, dejaban en libertad a los vehículos particulares de cierta gama, como el que mi novia y yo ocupábamos. No sé si se trataba de una pantomima disuasiva, pero me quedó claro que el esquema mental de quienes la ordenaron es el mismo que acompaña desde hace siglos a los jerarcas de mi país: los cholos pobres no deben entrar. Estuvo, por ejemplo, en el miedo que tenían los criollos y españoles afincados en Lima a finales del virreinato, cuando San Martín ya había desembarcado, y se rumoreaba que los indígenas de las provincias traspasarían las murallas de la capital para apropiarse de ella. Ha estado, incluso, en las discotecas pitucas de mi juventud, donde el ingreso de mestizos estaba tácitamente prohibido para no bajarle la categoría al negocio.
Soy consciente de que decir en mi país “cholo pobre” es casi un pleonasmo. La pobreza en nuestra sociedad está más concentrada en las etnias originarias y afrodescendientes, como tan claramente lo intuyó mi hija a sus cuatro años, y esta desigualdad secular que une al racismo y al clasismo en una misma trenza, cual Sudáfrica del apartheid, explica la atronadora indignación de muchos compatriotas que interpretaron la detención de Pedro Castillo por su fallido autogolpe como el intento de los poderosos de siempre de deshacerse de un profesor rural que no era limeño, y menos blanco. Un sesgo que no comparto, pero que es entendible. Si a ello le sumamos las muertes de decenas de peruanos de origen periférico en las protestas contra Dina Boluarte, sin responsables señalados por su gobierno, se entenderá por qué en el postergado sur andino, tan golpeado por la represión, 92 de cada 100 peruanos la desapruebe.Como apuntalando las costumbres de nuestra historia, Lima es la zona del país que más la aprueba, donde Boluarte es respaldada por 21 de cada 100 compatriotas, con mayor preferencia en los sectores socioeconómicos más acomodados. Hablo de la misma ciudad donde ese respaldo a Dina Boluarte sube de manera espectacular al 71 % entre los gerentes generales de las principales empresas del país, es decir, personas cuyos automóviles jamás serían detenidos en los retenes policiales, tal como le pasó a este cronista criollo, o blanqueado.
Mientras mi novia y yo pasábamos despacito, a vuelta de rueda, entre las filas de policías con chalecos, sentimos un escalofrío. Era la constatación de que nuestras autoridades han perdido el pudor para usar la fuerza contra los ciudadanos que no están de acuerdo con su gobierno. Y la confirmación de que hay un pacto cada vez más cerrado entre el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo para valerse del caballazo y la violencia en lugar del diálogo para cumplir con sus intereses personales y no con los de los ciudadanos a quienes deben servir con respeto. ¿No es casualidad que el mismo día en que un retén de policías me recibía en mi propia ciudad, en el Ministerio de Cultura se le abría las puertas a un grupo de filofascistas conocido como La Resistencia? No, no es casualidad. Es la ultragésima reedición de ese razonamiento que se repite desde hace siglos en nuestra cúspide: qué importa que el país se violente y mueran unos cholos, mientras yo siga haciendo plata.
Así no hay país que aguante. O que llegue a ser mínimamente próspero, al menos en lo que le queda de vida a mi hijita menor.
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