Contra las películas en quechua


¿Qué nos falta para asumir la diversidad cultural como oportunidad para la innovación?


Hace unos días en el Congreso peruano se propuso una ley para, supuestamente, impulsar la producción del cine nacional. Sin embargo, en el documento no se ve de forma positiva al cine en lenguas indígenas y, por tanto, se entiende que no merece estímulos económicos. De paso, la propuesta de ley también optó por ignorar el impacto de los ya existentes estímulos de la Dirección del Audiovisual, la Fonografía y los Nuevos Medios (DAFO) del Ministerio de Cultura. Además, organizaciones de cineastas se quejaron de no haber sido convocados a consulta. Pero entre todos estos diferentes aspectos, llama más la atención cómo hemos normalizado creer que lo indígena se encuentra en las antípodas de la modernidad, el desarrollo y el futuro. Es decir, ver a las industrias culturales como sistemas incompatibles con el quechua, el aymara o el shipibo-konibo, por mencionar a algunas de las 48 lenguas indígenas del Perú.

Cuando por lo general en América Latina pensamos en nuestra herencia cultural, se nos vienen imágenes de los grandes recintos prehispánicos como Machu Picchu, Chichen Itza o Tikal, los cuales, al estar casi intactos a través de los siglos, sostienen además simbólicamente nuestras narrativas identitarias. De la misma forma piensan también los promotores de turismo internacional. Lo indígena se idealiza desde el pasado, pero su presente se invisibiliza.  En contraste con la grandeza histórica de los incas, ser indígena en el presente está generalmente asociado por los medios y políticos de turno con la pobreza, falta de educación y beligerancia. Por tanto, sus lenguas se ponen en una escala inferior a pesar de que el quechua, la familia lingüística indígena más grande, cuenta hoy con casi 4 millones de hablantes en el Perú, y casi 10 en América del Sur. Visibilizar las voces de millones de ciudadanas y ciudadanos indígenas tiene que ser parte de nuestras metas por una sociedad más justa y democrática. 

Debido a complejos legados de discriminación, dejamos de reconocer los distintos saberes, creatividades y tecnologías que se han producido y se siguen produciendo en diferentes culturas indígenas del país. Y el riesgo es que la producción de la quinua o hierbas medicinales amazónicas, por ejemplo, beneficie a las compañías transnacionales y no a los productores locales. En parte permitimos esta situación porque solo vemos a aquellos productos como commodities y no como el resultado de largos procesos agrícolas y tecnológicos por parte de estas comunidades. En el terreno de las industrias culturales, la situación no es tan distinta: frente a una globalización que empuja hacia la uniformidad de experiencias y estilos de vida, los pueblos originarios son voces de diversidad, creatividad y distinción. Apenas la semana pasada en el Festival de Cine Latino de Boston, la única película peruana que fue expuesta —Diógenes (2023)— era una historia narrada en quechua ayacuchano. La relación entre creatividad y desarrollo es medida por diferentes indicadores económicos y, como indica el investigador Richard Florida, las sociedades con mejor calidad de vida ponen énfasis en generar condiciones para que las artes e industrias culturales diversas prosperen.

Atentar contra el cine en quechua es, a largo plazo, perder la oportunidad de posicionar creatividades únicas a nivel global, ignorar nuevos caminos para la industria cultural y dejar de narrar historias locales y de comunidades. Sobre todo, es negar la existencia de voces y humanidades de casi 4 millones de personas. Y, por tanto, obviar un aspecto importante de lo que es el Perú de hoy. ¿Gran parte de nuestros actuales conflictos no nace acaso de esa negación?


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