Confieso que he errado 


Porque pensar lo mismo toda la vida quizá sea señal de no estar pensando


Durante muchos años pensé que la caigua rellena era el plato más feo que había concebido la humanidad hasta que un día, ya de adulto, me la sirvieron en la casa de un amigo y caí en cuenta de que, sencillamente, en mi hogar materno la preparaban sin gracia. También recuerdo que por aquellos años de aversión infantil mi hermano mayor, que se había casado muy joven, pasó cerca del televisor y babeó lascivamente al ver a la recatada Jeanette cantando en un programa musical. Yo me sorprendí de que reaccionara así teniendo esposa y él me miró risueño, como a un bicho recién salido de su capullo. Muchos años después tuve que reconocerle que una relación de exclusividad mutua entre jóvenes prometida hasta la muerte era casi una quimera digna de descansar junto al Yeti.

Durante un buen tiempo también pensé que la década de los ochenta sería culturalmente olvidable, quizá porque solemos subvalorar lo que nos es cercano: no leí las implicancias a futuro del surgimiento de leyendas como Michael Jackson, Madonna o Lady Di junto con la industria del videoclip, ni era consciente de la instauración del discurso republicano de Reagan y el conservador de Thatcher, ni de su reverberación hasta bien entrado el siglo XXI.

Cuando era adolescente también pensaba que la cantidad de lectores de un libro o de asistentes a una película podía ser un indicador de la calidad de sus autores, la cual quizá haya sido una de mis mayores ingenuidades. Pocos años después, siendo parte de un entorno en el que nunca se hablaba sobre política, me convertí en un ciudadano que aprobó con entusiasmo a Alberto Fujimori. En los años previos había visto a parte de mi generación salir a buscarse un futuro en el extranjero, había sufrido los paquetazos de García, la oscuridad, la violencia y la muerte cercándonos, hasta que la parca me rozó con el despedazamiento del mejor amigo de mi hermano en Tarata. Cuando en los primeros años de los noventa me di cuenta de que los billetes de mi sueldo ya podían caber en un bolsillo y no en un maletín, y de que Sendero Luminoso se atomizaba descabezado, voté sin dudar por el ingeniero cuando candidateó a un segundo mandato gracias a una nueva constitución que le dio luz verde. Obviamente, antes también había estado de acuerdo con que disolviera aquel congreso lleno de políticos que, según el oficialismo, le ponían trabas al desarrollo. Transcurrieron años para que me diera cuenta de que los avances que nos brindó la inserción en la economía mundial traían una carga monstruosa cuyas consecuencias pagamos hasta hoy: la captura de nuestras instituciones para que funcionaran al antojo de un régimen escandalosamente corrupto. Así como asentí satisfecho cuando Fujimori venció electoralmente a un demócrata como Pérez de Cuéllar, doce años después aprobé que el expresidente fuera extraditado para ser juzgado en nuestro país.

Así como consentí la mitad del mandato de Fujimori, también aceptaba de chico que la pizza con piña fuera una variedad perfectamente válida en los menús, pero cuando las comunicaciones nos globalizaron me dejé arrastrar por los puristas que empezaron a hacerle ascos. Hoy confieso que ante tanto esnob sentencioso, mi posición ha cambiado hacia la de esos críticos que no saben si están ante un adefesio o una genialidad: mientras uno la disfrute con honestidad, que cada quien le ponga a su pizza lo que diablos le salga del forro.

Ya que he mencionado a los dogmas imperativos, recuerdo que cuando trabajaba en un entorno ferozmente defensor de la inversión privada no pude aislarme de la pontificación sobre los mercados que podían regularse solos: ¿acaso no habíamos visto en los ochenta lo que ocurría cuando el Estado metía la garra y se arrogaba hasta la labor empresarial? Años después empecé a notar lo que ocurría cuando nos pasábamos de la raya y el Estado abdicaba de su labor tutelar: ahí estaban las calles de nuestras ciudades, infestadas de empresas de transporte que convirtieron el asfalto en un campo de batalla, y las universidades privadas que se dedicaron a imprimir títulos y posgrados cual brevetes falsos, sin exigir un mínimo de investigación. La pandemia de Covid-19, por supuesto, fue el martillazo final: un Estado tan frágil como los pulmones de sus ciudadanos nos convirtió en el país con la mayor tasa de fallecidos del planeta. Ya que entré en ese camino, confieso que por un tiempo conviví sin chistar con el relato de que el futuro del Perú estaba en sus emprendedores: qué bonitas historias de superación y qué bravos somos los cholos que nos comeremos al mundo. Pero qué astuta fue a la vez esa forma de camuflar millones de trabajos sin calidad de vida, con informalidad flagrante y sin previsión, bajo el fulgor de una minoría de casos emblemáticos.

Ya que sigo derramando mis equivocaciones más funestas, una vez escuché la canción de un guatemalteco apellidado Arjona que decía que “Jesús es verbo y no sustantivo” y paré la oreja interesado, y aquello ocurrió no mucho después de que conduciendo mi primer automóvil me descubriera tarareando Rayando el sol de Maná, y lo admito dejando constancia de que me habría ruborizado menos confesar un asalto a mano armada. 

También dejo por escrito que en la noche del 11 de abril de 2021, cuando los resultados electorales arrojaron que Keiko Fujimori y Pedro Castillo iban a disputar la segunda vuelta para la presidencia, mi primera reacción fue votar por la hija del dictador que había usado una pantalla democrática. Así anduve unos días, rumiando solitario mi desolación. Sin embargo, cuando empecé a notar que mi entorno empezaba a exigirme proclamas a favor de la señora y que, por miedo a una venezolanización que consideraba imposible, mucha gente que asumía como ilustrada parecía olvidar que esa misma señora nos había sumido en esta cadena de crisis política que tuvo como eslabones a Vizcarra, Merino y Sagasti, y ahora pretendían entronizarla como símbolo de la democracia, lo pensé mejor, porque las conductas nefastas no se premian y menos con una presidencia: que gane el que sepa engatuzar mejor, me dije, pero ninguno contará con mis porras. 

Discutir ahora quién de los dos habría sido menos funesto para el país sería un debate apasionante y hasta chirriante, porque dependería de establecer lo que se considera malo para una sociedad en el largo plazo. Aquí ni yo me pongo de acuerdo conmigo mismo. Solo aspiro a que una porción significativa de ciudadanos nos unamos civilizada y pacientemente para no volver a tener en la cédula electoral dos opciones de autocracia antiderechos y defensoras del mercantilismo.

Y en esto sí prefiero ser fan de Maná antes de pensar lo contrario.

9 comentarios

  1. Paul Naiza

    Gustavo, las opciones que presentan los partidos políticos en muchos casos son paupérrim@s.. , ya no se qué se debería hacer al respecto… Pero te doy mi opinión, cuando hubo el debate en Arequipa de la segunda vuelta en lo partícular hizo que escogiera lo otra opción, no siendo simpatizante ni nada por el estilo, porque note en el candidato y presidente actual una falta de oficio de él y de la gente que llevó que supuestamente trabajarían asu alrededor …, ya que al notar improvisación no hay que ser magos, los resultados de ello son los que actualmente nos están pasando factura … , me desenvuelvo en el sector construcción y como se dice en el argot popular la situación esta dura, esa paralización que hubo en souther te doy un ejemplo habíamos pasado exámenes médicos una buena cantidad de personal aprox 200 ya estábamos a punto de movilizarnos y «Zas», parados hasta nuevo aviso… Siendo un país tan informal, boicotear las pocas fuentes de trabajo formal, no se si es un nuevo mundo tipo dark, fastidia, porque la gente de poca capacidad que actualmente tiene la riendas implosiona al estado tan alegremente…

    • Gustavo Rodríguez

      De acuerdo, Paul.
      Corrupción + incapacidad = esta realidad.

      Un abrazo.

  2. elena alvarado

    Pero hay que ser muy responsable cuando tu opinión puede influir y sumar votos. Hablaste mucho de Fujimori y sus errores pero de Keiko solo dijiste que es culpable de la cadena de presidentes que hemos tenido y tenemos, siendo que ellos son culpables de sus propias acciones y en su caso ella se defiende del odio que le tienen.Al final somos la ciudadanía en general. Y cuál es la diferencia para que se le dé la oportunidad a Alan García.. porque él es el culpable de la llegada de Fujimori?

  3. Me parece que lo importante en la vida es no perder la curiosidad y estar vivo es buscar (aunque muchas veces no se sepa qué) decidir, rectificar, equivocarse y acertar hasta el último suspiro.

    • Gustavo Rodríguez

      Jorge, suscribo lo que dices al 100 %.
      Sin temor a equivocarme.

  4. Jesús Sánchez Rivas

    Ciertamente. La tristeza es tener que debatir qué es lo menos malo, cuando el debate debiera haber sido por lo mejor. Pero somos humanos y por tanto imperfectos. La vida, amigo mío. Abrazo.

    • Gustavo Rodríguez

      Un gran abrazo, querido Jesús.
      Muchas gracias.

  5. Walter Alarcon

    La honestidad con uno mismo cuesta. En política todos ocultan lo que después consideran error y se vanaglorian de su «consecuencia con los ideales». Es decir, de seguir pensando lo mismo a pesar de las décadas y la historia vivida, se vanaglorian de su pereza mental y falta de honestidad para decir: me equivoqué.

    Cuánta gente prefiere la apariencia de ser «políticamente correcto» y hacer las cosas sin de repetirse una y otra vez

    • Gustavo Rodríguez

      Sí, en esta cínica sociedade, qué sanador e importante puede ser decir «me equivoqué».

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