Pensamientos sueltos sobre algunos deportes, Lima y Brasil
Los primeros empates que duelen en la vida tienen un origen deportivo, como aquel que deprimió a mi generación la tarde del 30 de junio de 1985, donde luego de enmudecer a Argentina en su cancha con dos señores goles —en uno de los cuales Cueto le demostró a la Física que un cuerpo sólido y con volumen puede atravesar una ranura—, Perú terminó siendo empatado con un feísimo gol de Gareca y se despidió en ese instante de ir al mundial de México. Algo parecido sufrimos tres años después, cuando la Unión Soviética le empató a Perú el cuarto set en la disputa por la medalla de oro del vóley femenino en Seúl: nunca antes una victoria colectiva de categoría mundial estuvo tan al alcance de nuestros dedos.
Con los años y la progresiva polarización acicateada por los algoritmos, los empates se trasladaron a las contiendas electorales con una regularidad poco antes vista. Este último domingo, por ejemplo, la elección del presidente de un país gravitante como es Brasil alcanzó niveles de drama porque el conteo progresivo alejaba y acercaba la banda presidencial dependiendo de las zonas computadas, mientras que algo parecido ocurría con la elección del alcalde de una metrópoli importante como Lima.
En el caso de mi ciudad, el empate estadístico me entristece no solo porque ambos candidatos no comunicaron una visión integral de desarrollo para una megaurbe en colapso y se la pasaron ofreciendo para la tribuna parches imposibles de cumplir —¿recuerdan las vallas de López Aliaga prometiendo “hambre cero”?—, sino que confirmaron la peligrosa tendencia de una porcion de electorado que, en lugar de elegir para gestionar su localidad a alguien que muestre un conocimiento integrado de su problemática, prefiere votar a quien pueda obstaculizar las ideas políticas de quienes piensen distinto, como si votar por un “anticomunista” o un “antiliberal” garantizara per se la correcta coordinación de nuestra red de semáforos. Pero no sé por qué me sorprendo, en verdad: hace tiempo que ha quedado demostrado que, cada vez más, la gente que ingresa a internet para —en teoría— informarse, no lo hace en verdad para sopesar evidencias, sino para confirmar que sus sesgos tienen razón para existir.
El sorpresivo resultado en Brasil, donde Bolsonaro alcanzó a colocarse a pocos dígitos del retornante Lula, no deja de preocuparme como ciudadano del mundo: como ocurrió hace cerca de un siglo, cada vez que nuestro planeta atraviesa la incertidumbre de una crisis, crece la tentación de seguir a voces autoritarias y sin compasión, como si dentro de todos durmiera un niño esperanzado en que un padre implacable nos pondrá a buen recaudo. En el caso de Bolsonaro en Brasil, hoy parece no importar lo suficiente que 700.000 brasileños hayan muerto de Covid a causa del negacionismo del presidente hacia la ciencia, que la sociedad brasileña haya multiplicado por cinco la compra de armas y que los civiles tengan acceso a armamento más potente que el de la policía, o que la Amazonía se haya visto reducida como nunca antes en la historia poniendo en mayor riesgo nuestro clima: parece que es preferible reivindicar con el voto ese discurso violento si es que ataca a mi oponente ideológico y gratifica a mis instintos en lugar de seguir a voces más moderadas.
El hecho de que bravucones como Trump y Bolsonaro —o Urresti y López Aliaga en algunas oportunidades— puedan inspirar pensamientos y reacciones violentas entre la multitud, en una especie de viralidad memética parecida al del bostezo, me hace pensar que quizá sea necesario el ejemplo de líderes también poderosos que contagien cordialidad y empatía en similar grandilocuencia para contrarrestar aquella manera destructiva de ver el mundo. Desear esto, sin embargo, me contradice. Hace tiempo dejé de creer en el advenimiento de mesías políticos que puedan salvar nuestra sociedad, pues cada vez que la mayoría de mi país ha creído en alguno, este ha terminado procesado.
Lograr el desempate anímico quizá necesite de fuerzas que aporten desde arriba y desde abajo: por un lado, la aparición milagrosa de un líder carismático que nos enseñe que el camino de la piedad y el respeto es posible, pero sobre todo —muy sobre todo—, la formación de una generación que aprenda desde la infancia a dialogar con sus adversarios y a ponerse en los zapatos de quienes sufren la desigualdad. Rara vez aparece en la historia un César Cueto que cambie, él solito, el resultado de un partido adverso.
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El candidato con más billete ganó las elecciones… da la impresión que fue consecuencia d la inversión publicitaria… No lo veo así (comentario personal)
Los tres candidatos que resultaron en los tres primeros puestos hicieron gran inversión publicitaria, Rafael López algo debió haber hecho para que más gente voté x El… entonces no le debe favores a nadie porque su publicidad salió d su bolsillo y su mérito fue mostrarse como es: un típico candidato que representa al ciudadano de el Centro de Lima, sin maquillaje
No fue mi candidato, según lo expresado en anteriores comentarios, solo me genera curiosidad… qué hará como Alcalde d Lima??
En efecto, Eduardo, a veces no basta con ser «buen» candidato: tener una buena organización y dinero es imprescindible.
Un abrazo.